Pero delante de ellos hay alguien que se nutre y debe ser objeto de observación
Si algo nunca pasa de moda en las dinámicas humanas, es la figura del obsecuente. Esa criatura que, con una sonrisa tan ancha como su ambición y una reverencia que bordea el contorsionismo, habita cómodamente en todos los ámbitos, pero es más fácil encontrarlos en pequeñas poblaciones donde la figura central de poder suele ser, por ejemplo, un Gobernador, un Intendente, un Ministro y hasta un legislador. Su propósito no es destacar por méritos propios (¡ni se atrevería!), sino brillar como el mejor ejecutor del arte del servilismo estratégico. Podríamos pasar horas diseccionando las motivaciones de estos personajes, que van desde el temor a quedar fuera del juego hasta el simple y puro oportunismo. Pero la verdad más reveladora es que detrás de cada obsecuente hay algo aún más inquietante: un incompetente o un traidor.
Eso sí, no termina ahí. Porque, justo del otro lado de la sonrisa impostada, las palmadas en la espalda y los «usted tiene toda la razón, jefe», hay alguien que también merece nuestra observación: el objeto de la obsecuencia.
Sí, leyeron bien. No nos quedemos solo con los que bajan la cabeza con entusiasmo lobotomizado, como si estuvieran en un concurso de genuflexiones. Es igual de importante preguntarnos quién es el que, sentado cómodamente en su sillón de mando, a veces por décadas, no solo tolera, sino que fomenta esta cultura del servilismo. En algunos casos, incluso la disfruta con un placer tan evidente que resulta casi grotesco. Porque, al final, la relación entre el obsecuente y el líder que lo fomenta no es una casualidad, ni un error del sistema: es un pacto tácito que dice mucho sobre el poder, las inseguridades y las miserias humanas.
El obsecuente típico es un verdadero maestro del camuflaje. Tiene la capacidad de amoldarse como plastilina a los gustos y caprichos del jefe de turno. Puede citar cualquier ocurrencia del líder como si fuera un pasaje bíblico y aplaudir una idea mediocre como si fuera un hallazgo científico. No tiene opiniones propias, pero tampoco las necesita, porque su única misión es reflejar las del que manda.
Pero detrás de esta figura tan diligente suelen esconderse dos perfiles muy particulares, que a veces conviven en una misma persona. Por un lado, está el incapaz. Es fácil de identificar porque su incompetencia es tan evidente que el único modo de sobrevivir que ha encontrado es adherirse al poder como una garrapata a un perro. No sabe hacer su trabajo, pero sabe perfectamente cómo hacer sentir bien a la autoridad de turno. Y en un mundo donde el mérito fuera el único criterio de ascenso, estaría más cerca de archivar expedientes que de tomar decisiones.
Por otro lado, tenemos al obsecuente traidor. Este es un caso más sofisticado, más maquiavélico. Su objetivo no es solo agradar al superior inmediato o referente político, sino escalar a costa de él. Mientras sonríe con devoción y asegura que «la última propuesta del mismo es brillante», en realidad está afilando el cuchillo con el que lo apuñalará simbólicamente en cuanto tenga la oportunidad. Estos personajes son los más peligrosos, porque no solo dominan la adulación, sino también el momento perfecto para dar el golpe.
Pero aquí llega la parte más incómoda: el que está sentado en la cima. ¿Qué clase de líder, sea este Gobernador, Intendente, Ministro o legislador, necesita rodearse de obsecuentes? La respuesta no es sencilla, pero sí reveladora. Por un lado, tenemos al líder inseguro, ese que necesita a su alrededor una corte de aduladores para evitar enfrentarse a una verdad más dura: que, en el fondo, no confía en sí mismo. Este líder utiliza a los obsecuentes como un analgésico para su ego, y en el proceso, se convierte en un rehén de su propia red de falsedades. Rodeado de aduladores que jamás le cuestionarán nada, termina tomando decisiones basadas en la validación y no en la realidad.
Por otro lado, tenemos al líder cínico –sin esforzarnos algunos nombres no vienen a la mente-. Este no necesita validación porque tiene la autoestima de hierro, pero sí necesita lealtad ciega. Y si para obtenerla tiene que llenar su gabinete con obsecuentes en lugar de profesionales competentes, lo hará sin titubear. Para él, las cabezas que asienten con entusiasmo no son un problema, sino una herramienta. ¿Críticas constructivas? No, gracias. Prefiere la comodidad de un coro que solo canta loas.
Lo más inquietante es que muchas veces estos dos tipos de líderes –el inseguro y el cínico– no son opuestos, sino complementarios. Conviven en una amalgama que produce entornos donde la mediocridad florece como maleza y donde el mérito, la honestidad y el pensamiento crítico son castigados con severidad.
La relación entre el obsecuente y su líder, en última instancia, es un pacto de mediocridad. Ambos se necesitan mutuamente para mantener el statu quo, pero a costa de todo lo demás. El obsecuente pierde su dignidad, y muchas veces, hasta la capacidad de pensar por sí mismo. El líder, por su parte, pierde la oportunidad de rodearse de personas auténticas y valiosas, condenándose al fracaso en el mediano o largo plazo.
Por supuesto, este círculo vicioso no se queda en la oficina o el despacho: permea hacia abajo y termina afectando a toda la estructura. En el caso de los gobiernos, cualquier gobierno, sea este provincial o municipal, los ciudadanos pierden confianza en las instituciones, la eficiencia desaparece y, lo que es peor, se pierde la fe en que el mérito pueda tener algún valor en el progreso social.
Seguramente habrá quien está leyendo estas líneas con algún escozor, pero debe saber que la intención es buena y que lo lógico será corregir aquello que está mal y no matar al mensajero. Si algo nos enseña este fenómeno de la obsecuencia es que no se trata de una cuestión individual. Detrás de cada adulador hay un sistema que lo tolera y lo alimenta, y eso es lo que realmente debemos cuestionar.
Por eso, la próxima vez que notemos a un obsecuente en acción, no solo lo señalemos a él. Fijemos la mirada también en el que recibe la reverencia con una sonrisa complacida o una mirada altiva. Porque en este juego, el que permite es tan culpable como el que actúa.
Si queremos romper este ciclo, el primer paso es observar y cuestionar. Resistir la tentación de los beneficios que acarrearía el hecho de convertirnos en obsecuentes. Resistir, del otro lado, la comodidad de rodearnos de aduladores. Y resistir, sobre todo, el cinismo que nos lleva a creer que este es el único camino. Porque al final del día, aunque cueste más, la autenticidad no solo vale la pena: es la única forma de forjar los cimientos de nuestra autonomía.
Cuando terminaba de redactar este artículo me vinieron a la memoria las sabias palabras de un viejo amigo. Él tenía 74 años cuando yo apenas cumplía 15, y recién ahora entiendo cuánta verdad encerraban: las decisiones traen consecuencias, no resultados.
Hoy me doy cuenta que un resultado puede ser interpretado como positivo o negativo según nuestras expectativas, pero una consecuencia es el efecto inevitable de nuestras acciones, sea este deseado o no. Las consecuencias no se debaten ni se eligen; simplemente llegan, implacables, como un reflejo de lo que hemos hecho. Y aunque a veces no nos gusten, son el recordatorio más fiel de que nuestras elecciones importan.
Lic. Hugo Rubén Calvó (Director de Jujuy al día…en paulatino retiro)